Viernes 19 de Abril de 2024

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“Chongo triste”, de Antonio Villa, sobre el deseo y la decadencia en el universo gay

La obra -que pueden dejar estupefactos a ciertos espectadores, más por su disloque narrativo, su fragmentación, que por su asunto- ofrece una narración que combina distintos elementos teatrales y plásticos.

La obra "Chongo triste", escrita y dirigida por Antonio Villa y estrenada en el Teatro Nacional Cervantes, es una de esas que pueden dejar estupefactos a ciertos espectadores, más por su disloque narrativo, su fragmentación, que por su asunto, que se mete de lleno en el universo gay en una narración que combina distintos elementos teatrales y plásticos.

Un ingreso poco convencional

Para comenzar, el público que ingresa a la sala Orestes Caviglia lo hace por detrás del tradicional espacio escénico y se encuentra con una pieza escultórica que podría ser una especie de altar pagano o puerta hacia algún lugar, con elementos como la mitad de un enorme huevo duro que luego será ingresado a escena y funcionará como tentempié.

A un costado, toca un pianista "fuera de escena", como reza el programa de mano, cuyos leves sonidos pronto dejarán de oírse desde la sala, donde una escenografía de intención "expresionista" incluye una figura humanoide que yace junto a un bidet con una botella de champán anidada entre cubos de hielo y un televisor que reproduce imágenes de la provincia de Mendoza.

Antes de entrar en acción, la figura humanoide, casi un "marciano" de los filmes clase B de la década de 1950, es desvestida con parsimonia por un actor (Gonzalo Bourren) en un larguísimo pasaje sin diálogo, hasta que por fin surge de su interior el cuerpo de Sergio Boris –gran actor siempre, desde "La pesca" hasta "Viejo, solo y puto"–, el que es vestido con la misma parsimonia con ropas civiles.

Ese extenso preludio conduce a la relación entre el mayor (Boris), que aparentemente viajó a esa "lejana" provincia cuyo nombre se escatima, a presentar un libro suyo en una conferencia de prensa que resulta fallida por razones técnicas –"el micrófono no funcionaba bien", aduce–, mientras su antagonista está allí porque quiere también transformarse en escritor y además por otras razones más carnales.

El joven y el mayor se conocieron a través de dos mingitorios en un local de comidas rápidas y concluyeron su vínculo en uno de los habitáculos del baño, aunque eso dio lugar a una relación más estable, donde juegan al gato y el ratón en la habitación de un lujoso hotel cuyano.

La relación no es simétrica porque el joven aúna sus ansias de escribir y eventualmente triunfar a través de los poemas que comparte con alguien a través de su laptop, pero sobre todo porque arremete con recursos tramposos y enunciados en forma explícita contra el mayor, ocupado por sus obligaciones profesionales y por su doble vida, en la que hay cosas ocultas.

Cada tanto suena su celular y el hombre debe saltar hacia su otro mundo, posiblemente porteño, donde su esposa le reclama por la salud y el acompañamiento de un hijo adolescente con aparentes problemas neurológicos, lo que significa un "afuera" de ese orbe claustrofóbico, oculto, donde la palabra "amor" es pronunciada una sola vez por el más joven, porque en la tirantez de la relación está ausente la ternura y el deseo es desigual.

El joven depende del mayor, con el que ingresó al hotel en calidad de "sobrino", pero el mayor está más pendiente del alcohol y eventualmente de alguna droga que del vínculo erótico, que es solo eso y hasta se le hace fastidioso, procaz, por más que el menor insista en repetir los juegos sexuales, en lo que algunos han definido como un "melodrama queer" con resquicios del mundo de Néstor Perlongher.

Para el autor Antonio Villa, también artista plástico y buscador de toda clase de recursos para amueblar un espectáculo -como la trombonista Mikaela Herrera, que irrumpe cada tanto para pautar el paso del tiempo, o el espejo que ilumina los rostros por rebote-, el "Chongo triste" es un tercer personaje (interpretado con gran voz por Cristian Jenzen), montado en una silla de ruedas eléctrica, a veces sin piernas, a veces con ellas, que ingresa al pequeño infierno a través del amante joven, con quien se ha comunicado por internet.

Es quien viene a terciar entre la pareja central, a acicatear las diferencias entre ambos, con la fogosidad melancólica del joven y el deseo que se va apagando en el mayor; es quien viene a incorporar la incomodidad desde su desparpajo y aun desde sus incapacidades físicas, aunque la mayor definición de "Chongo triste" es el afiche que figura en el frente del Teatro y en el programa de mano: un pimpollo de rosa mustio, en situación de caída, como metáfora de una masculinidad en fuga.

"Chongo triste" se ofrece en la sala Orestes Caviglia del Teatro Nacional Cervantes, Libertad 815, de jueves a domingos a las 21.

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