Lunes 25 de Noviembre de 2024

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NOTICIAS DE TANGO

A 10 años de que el bandoneón blanco del ”Negro” Juárez dejó de soplar

Rubén Juárez fue un músico que, a partir de un estilo único y una gran capacidad como compositor, supo abrirse paso en una época en que el tango no pasaba su mejor momento, dejando su marca personal y un puñado de éxitos como "Qué tango hay que cantar".

El anecdotario es tan vasto que podría llegar a cubrir su talento de un manto mitológico. No sería justo. Así como se lo podía encontrar terminando una noche al mediodía en el Café Homero, era capaz de demoler cualquier resistencia con el bandoneón blanco, solo, y una voz de barítono que sobre el otoño de su vida denotaba toda la nocturnidad posible. La tensión entre el personaje y el músico se agigantó con el paso del tiempo. Hace exactamente diez años murió Rubén Juárez, un artista complejo, único, extraordinario

En todo lo que hizo destacó: como bandoneonista, como cantor, como cultor del estilo criollo con las guitarras de Roberto Grela, con Héctor Arbelo, como tanguero vanguardista –aquellos memorables conciertos con el sexteto de Cristián Zarate-, como intérprete de clasicos, como emergente de la empecinada generación intermedia de los ’60, como perseguidor de nuevos repertorios, con cruces que podían incluir “Cotidiano” de Chico Buarque y “Tanguito de Almendra” de Alejandro del Prado. Era inigualable en la destreza de cantar y tocar --maravillosamente-- el bandoneón al mismo tiempo, un prodigio musical-cognitivo. Se sabe: coordinar los movimientos de apertura y cierre del fueye y simultáneamente cantar y frasear configura una disciplina en sí misma, fuera de lo común. Lo motivaba, en todo lo que encaraba, una avidez artística que hacía que se preguntara, con la desolada sinceridad de quién sabe que va a contramano: “¿Qué tango hay que cantar?”.

Nació en 1947, en Ballesteros, Córdoba, pero a los dos años la familia se mudó a Sarandí. Pura data formal; no era cordobés ni bonaerense: era porteño. En las calles de Avellaneda forjó su temperamento: observó cómo se dispersaban las orquestas de los años ‘40, jugó a la pelota en la vereda --“bailé en realidad”-- con vecinos que algo la movían como Ángel Clemente Rojas y Roberto Perfumo, aprendió precozmente a tocar el bandoneón, se fascinó con Julio Sosa, le gustaba Gardel y Tom Jones, imitó a Sandro --a quien veía junto con Los de Fuego en los clubes del sur--, fue atrapado por el rock and roll y se compró una guitarra eléctrica.

De alguna manera forjó un destino cruzado al de Sandro. Es contrafáctico, pero Sandro podría haber sido tranquilamente un cantor de tango, en la huella de su admirado Alberto Morán; Juárez podría haber sido rocker y baladista. “Los Beatles me volaron el bocho --decía--. Formé un grupo, como se decía antes, ‘de música moderna’: Los Black Coats. Después otro: Tells Stars. Me puse un seudónimo ridículo porque todos se lo ponían: fui Jimmy Williams. Tocaba en bailes, en fiestas. Además bailaba: twist, boogie. Parecía que enfilaba para ese lado. Pero un día caí en el club Crámer de Avellaneda, cantaba Julio Sosa. Para qué. Arrancó con el ‘Pido permiso, este tango habla por mí. ¡Ay papá, qué animal! Las mujeres morían. La presencia del tipo en el escenario, la orquesta de Leopoldo Federico, cómo lo anunciaban, cómo aparecía entre la gente que iba a bailar con un micrófono inalámbrico. ¡Era Sinatra, para nosotros! Llegué a mi casa y le dije a mi mamá: ‘Quiero ser cantor de tango’”.

Foto: Ariel Hassan / Lucía Galli

CANTOR A CONTRAMANO

El ingreso de Rubén Juárez al tango es curioso. El género se encontraba replegado, resistiendo los embates de un cambio de época. Peleaba con fantasmas. Había perdido un público que se volcó aquí y en el resto del mundo hacia otros ritmos como, precisamente, el rock and roll y el beat. Los paradigmas culturales estaban siendo reformulados y “lo joven” comenzó a ser una categoría del mercado. El tango se abroqueló en teorías conspirativas y blandía un discurso resentido y nacionalista. El rock --o, peor: la juventud-- se volvió el enemigo público número uno. Nadie se preocupaba por analizar la situación e intentar dividir aguas entre El Club del Clan y Los Beatles o entre Los Gatos y Los Teen Tops. Era un paquete blindado de ruido y perdición. Juárez entró haciendo equilibrio entre los sobrevivientes de los años de oro y la renovación encarnada por Eladia Blázquez, Chico Novarro, Héctor Negro, Osvaldo Tarantino, su amigo Juanca Tavera y las composiciones de Piazzolla-Ferrer.

El primero en abrazarlo fue Aníbal Troilo. Pichuco fue el músico que más supo de cantores en la historia del género y vio en él algo así como la reserva moral del tango, una posible continuidad. Las noches en Caño 14, uno de los templos de la resistencia, adquirieron estaturas legendarias. Ahí empezó a tallar un veinteañero Juárez. Exhibía una madurez sorprendente. “El tango estaba decadente –contó-. Se empezaban a achicar las orquestas, se forman el Sexteto Mayor y el Sexteto Tango y todo se acumula en tres boliches: El Viejo Almacén, Michelángelo y Caño 14. A mí me tocó el Caño. Ahí cantaba con Troilo. El, Francini, Atilio Stampone, Chupita Stamponi, me mimaban. Decían que era la esperanza del género. Yo además tenía mi pinta, pero no me interesó perfilarme como ídolo. No me gustaba la televisión, a mí me interesaba la música”.

Pese a haber sido acompañado ocasionalmente por Troilo y de haber grabado con Armando Pontier y Raúl Garello, entre otros, nunca fue un cantor de orquesta. Era, en esencia, un trovador con fueye. Escribió Julio Nudler: “Tenía la rara particularidad de haberse introducido en el género, no con la garganta sino con un bandoneón. Y si en el histórico caso de Francisco Fiorentino, el canto desplazó totalmente al fueye, no ha sucedido lo mismo con Juárez, valorado en sus dos dimensiones, aunque su fama sea fundamentalmente vocal”.

Grabó una considerable cantidad de discos –desde Mi bandoneón y yo (1969) hasta El álbum blanco (2002)-, pero fue un fenómeno en el vivo. Sobre todo en los últimos años, su temperamento tenía algo jazzístico. De hecho, solía presentarse en el circuito de jazz europeo. Cantaba y tocaba en la cornisa y nunca caía: al contrario, lograba momentos viscerales e irrepetibles. Era un juego, dramático. Se escuchaba dolor y verdad, como un cante jondo pero de tango. “Te llaman malevo” , “Desencuentro ” o “Se juega” eran armas letales a ciertas horas de la madrugada. “Se juega” es un tango que compuso junto con Chico Novarro, que fue reformulado para un disco en homenaje a Racing Club y quedó como un testimonio de la pasión académica tanto de Juárez como de Novarro. “Mi viejo era del Rojo. Y me hizo entrar a la Orquesta Juvenil del Club Independiente. Yo tenía 11 años y todavía usaba pantalones cortos. Estaban dadas las condiciones para que quedara abrochado a los primos: tocábamos la marcha de Independiente, iba a la pileta del club, jugaba al papi-fútbol... Una gloriosa tarde mi tío, el hermano de mi vieja, me llevó a ver un clásico. Ganó Racing. Llegué a casa y como antes le había dicho a mi madre que quería ser cantor, ahora le dije: ‘Mamá, quiero ser de Racing’. El 4 de noviembre de 1967 me tomé un ferry rumbo a Montevideo con la barra a ver el partido de desempate entre Racing y el Celtic. Fue una experiencia increíble. Eso sí: cobramos. Los uruguayos nos cagaron a trompadas”.

Uno de los motivos de una trayectoria interrumpida por silencios oceánicos fue su frenética tarea detrás del mostrador, una trastienda tóxica como uno de los dueños del Café Homero. Dejó en el local de la calle Cabrera momentos surrealistas y, también, la salud. “La noche te mata”, repetía. En una ocasión había organizado un concurso de cantantes y fue tal la repercusión que debió hacer pruebas por turnos. Se anotaron decenas de chicos y chicas. El escuchaba escondido en la cocina. Los postulantes exhibían una pareja mediocridad. Juárez no aguantó más y sacó por el hueco del pasa plato un palo de escoba con un pañuelo blanco atado a la punta. Luego salió con las manos arriba gritando: “¡Me rindo, me rindo!”. Y levantó el concurso.

Foto: Ariel Hassan / Lucía Galli

El Café Homero fue testigo de inolvidables ceremonias tangueras. “Tocaron todos. Susana Rinaldi era la madrina, actuaba Pepe Colángelo, recitaba Horacio Ferrer. Se consagró Adriana Varela. Llegaron a ir como público Omar Sharif, Marcello Mastroiani, Peter Gabriel, Jean Paul Belmondo, Sandro. El que la rompía era el Polaco Goyeneche. Una vez tuvimos que poner el camarín en una casa rodante sobre la calle Cabrera, para que entrara más gente. Otra noche que estaba llenísimo, el Polaco me llamó agitado: ´Llamá al médico, que me siento como el culo’. Respiraba con dificultad. Vino la ambulancia y para que la gente no se diera cuenta hice que los paramédicos se sacaran el guardapolvo y entraran con sus valijas adentro de estuches de bandoneón. Como si fueran músicos. Nadie advirtió nada. Cuando se fueron el Polaco estaba mejor. ‘¿Qué te dijeron?’, le pregunté. ‘¡Que ni se me ocurra dejar de fumar!’, me respondió”.

LUCES MALAS, LUCES BUENAS

Además de la noche, compartía con Goyeneche una tendencia a ampliar repertorios hacia todos lados: hacía el rock, hacia la canción, hacia el folklore. En 1984 se puso al servicio de Litto Nebbia y grabó para Melopea un disco, Piedra libre, que avanzó hacia territorios inhóspitos para él, con piezas de María Elena Walsh, Piero, Cantilo, Julio Lacarra, Nebbia… El sentía debilidad por Charly García. Muchos años después, cuando se había radicado en Villa Carlos Paz como un intento de escapar de las luces malas del centro, tuvo un histórico encuentro. “Estábamos haciendo el espectáculo en La Falda. Charly había roto todo en Cosquín y se fue, pasó por Carlos Paz, paró en Keops, y ahí estaba el sonido de nuestro espectáculo. '¿Ese sonido de quién es?', preguntó Charly. 'De Juárez, que toca los fines de semana'. 'Ah, ¿sí? Decile a Juárez que venga, que vamos a tocar’. Y se largó”, contaba.

Entre las recaladas de Rubén Juárez en el Homero y las trasnoches de Charly en el The Roxy de la avenida Rivadavia hay una estrecha relación: es el amor profundo a la música; es, tal vez, la noción de que nada tiene sentido más allá de ese instante, el deseo de perpetuar el instante. “La madrugada te pide, te pide, te pide. Y vos le das. ¿Sabés lo que es laburar todas las noches con amigos, whisky y faso? Me fui a Carlos Paz para bajar diez cambios. Antes venía un amigo con una botella de vino. Ahora viene con un chivito”.

Murió el 31 de mayo de 2010, a las 62 años, minado por un cáncer de próstata. Le dio al tango dosis justas de fuerza, romanticismo, tristeza y locura. Un testimonio del duende que lo rodeaba se percibe en el especial de Encuentro en el estudio, con Lalo Mir, realizado poco antes de la muerte. Es un documento conmovedor. “Él sabía que estaba enfermo, que le quedaba poco de vida, que era su última grabación. Fueron diez horas de rodaje con una energía y una vibración increíbles”, recuerda Ariel Hassan, productor del ciclo.

Quedan, más que sus discos, historias y leyendas exageradas en sobremesas. Esas historias y leyendas definen una memoria colectiva que lo ubica en la línea sucesoria de artistas que, como Troilo, como Goyeneche, tomaron al tango como una desesperada filosofía de vida. 

 

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