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27/03/2025

A 25 años del crimen de las “hermanas satánicas”: parricidio, delirio místico y una causa archivada por la justicia argentina

Fuente: telam

El 27 de marzo de 2000, Silvina Vázquez asesinó a su padre, Juan Carlos, en medio de un brote psicótico. Su hermana mayor, Gabriela, presenció la escena: era el desenlace de un “rito de purificación” que había comenzado días antes. Meses después, una fue declarada inimputable y la otra, sobreseída. Tras su paso por un neuropsiquiátrico, hoy ambas están en libertad

>En 1997, Juan Carlos Vázquez, un ferretero de 50 años, se mudó al barrio porteño de Saavedra con sus dos hijas universitarias, Gabriela (29) y Silvina (21). Alquilaron un PH de dos plantas en la calle Manuela Pedraza al 5800. Tres años después, ese mismo lugar se convirtió en el escenario de uno de los asesinatos más perturbadores de la historia criminal argentina: un parricidio perpetrado con más de 100 puñaladas y envuelto en un delirio místico, gritos y una atmósfera ritual.

Para la Justicia, sin embargo, “no se trató de un crimen premeditado ni de un rito satánico”, como titularon los medios en ese momento, sino de un brote psicótico compartido entre las hermanas. Las dos fueron declaradas inimputables por el juez En el año 2003, Silvina y Gabriela fueron dadas de alta de un hospital neuropsiquiátrico. Desde entonces, no volvieron a verse. Hoy, veinticinco años después del parricidio, la casa sigue en pie, la causa está cerrada y las preguntas que dejó aquel crimen siguen abiertas.

Juan Carlos Vázquez nació en la localidad salteña de Cafayate. A los quince años dejó su provincia y viajó a Buenos Aires en busca de un futuro mejor. Se instaló en el barrio porteño de Caballito, consiguió un puesto en una bulonera y terminó el colegio secundario cursando de noche. En esas aulas conoció a Aurora Gamarra, una joven entrerriana con una historia marcada por el abandono: su madre la dejó cuando tenía seis años y se crio en distintos conventos. Se enamoraron, se casaron y se mudaron a Lomas del Mirador, donde nacieron a Gabriela y Silvina.

Cuatro años más tarde, en 1997, los tres dejaron el oeste del conurbano y se mudaron a Capital Federal. Eligieron un PH de dos plantas en Saavedra, sobre la calle Manuela Pedraza al 5800. La decisión respondió a cuestiones logísticas: Juan Carlos estaría más cerca de su trabajo en la ferretería de Villa Pueyrredón y sus hijas de la universidad. Silvina cursaba Ciencias Económicas y Gabriela la carrera de Imagen y Sonido.

Tras la mudanza, Silvina comenzó a manifestar signos de deterioro psíquico: escuchaba voces, veía cosas que no estaban, creía que el PH estaba maldito. Según relató en entrevistas psiquiátricas, las lamparitas explotaban y los objetos se movían solos. También dijo haber visto al diablo reflejado en un espejo. A Gabriela, su hermana mayor, le pasaba lo mismo. Buscando respuestas, llegaron a tocarle el timbre al dueño de la propiedad. Querían saber si en la casa había ocurrido alguna tragedia o si antes funcionó un cementerio. El hombre les contó que en ese terreno había existido un taller de pulido de vidrio, pero nada más.

Según reconstruyeron los investigadores, los días previos al crimen, las hermanas comenzaron un ritual de purificación junto a su padre. Dormían juntos, comían poco y realizaban baños con elixires. El encierro era absoluto. Durante cinco noches, los vecinos escucharon cantos, gritos y rezos desesperados. Finalmente, la madrugada del 27 de marzo, llamaron a la policía. Al ingresar al domicilio, los efectivos de la Comisaría N° 49 encontraron una escena dantesca: Silvina estaba desnuda, con un cuchillo en la mano, aún atacando a su padre. Gabriela vestía solo una remera. Juan Carlos yacía aferrado a la baranda de la escalera, con más de 100 heridas de arma blanca. Murió minutos después.

“¡Satán está aquí, salió de él, y ahora está en ella! ¡Que salga el diablo, que salga el mal!”, gritaba Silvina, que intentaba atacar —purificar— a su hermana mayor. El piso estaba cubierto de sangre, biblias, velas encendidas, inciensos y frascos con sustancias no identificadas. El baño estaba lleno de materia fecal y vómitos. Todos los espejos estaban rotos. En uno de los ambientes, tres colchones indicaban que el viudo y sus hijas dormían juntos. Más tarde, en sus declaraciones, las jóvenes dirían que compartían la habitación porque tenían miedo.

Tras la detención, Gabriela y Silvina Vázquez fueron trasladadas al Hospital Pirovano. Luego, por orden judicial, quedaron internadas en la Unidad N° 27 del Servicio Penitenciario Federal, que funcionaba dentro del Neuropsiquiátrico Braulio Moyano. Allí fueron evaluadas por un equipo interdisciplinario conformado por psiquiatras y psicólogos del Cuerpo Médico Forense. Las conclusiones de la junta médica, que luego fueron incorporadas al expediente, determinaron que Silvina padecía una “psicosis esquizofrénica paranoica” y Gabriela un “síndrome pseudoesquizoide con intervalos semilúcidos”.

Tiempo después, en una entrevista con el periodista Chiche Gelblung, la mayor de las Vázquez diría que “no fue un crimen satánico” y que a su hermana Silvina “le lavaron el cerebro“.

—Sí, yo creo que sí, porque nosotros siempre fuimos muy cristianos y de ir todos los domingos a la Iglesia católica. Por lo tanto, nunca pudo haber sido un crimen satánico. Lo que pasa es que Silvinita, pobrecita, no sé con qué se enajenó. Vaya a saber las barbaridades que le diría a este tipo que hablaba con ella, aparte, y no sé qué es lo que ella vio. También está el tema del líquido purificador (NdR.: un producto de limpieza que, según dijo Gabriela, fue consumido como parte del ritual). Puede ser que ese haya sido el desencadenante.

—¿Cómo fue que vos pudiste zafar y tu padre no?

Gabriela y Silvina Vázquez siguieron caminos separados. No volvieron a tener contacto entre ellas. Según trascendió, Gabriela tuvo una hija, pero al conocer su historia, su pareja decidió alejarse. Silvina, por su parte, continuó con sus estudios en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA.

El PH de Manuela Pedraza 5873, donde ocurrió el crimen, estuvo deshabitado durante años. Sus propietarios intentaron alquilarlo en varias oportunidades, sin éxito. Años más tarde, un familiar del dueño se instaló en el lugar. En el barrio, todavía hoy hay quienes prefieren no hablar del caso. Otros lo recuerdan con precisión: las sirenas, el despliegue policial y el morbo de los curiosos que se detenían a mirar la fachada.

Fuente: telam

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